domingo, 13 de diciembre de 2009

algo de nada...


Los días de humedad no son eternos
no son la lluvia ni lo verde
no las moscas y los grillos
los sapos escondidos en lo profundo

Si tu te llevaras la sonrisa a otra parte
si mi propia sonrisa no te cubriera
la orfandad de la alegría sería eterna
No hay nada eterno, dijimos.

Entonces escribo como si lo fuera
por necedad, por vanidad o por cansancio.
no dejo que el clima incomode, mas bien lo incorporo,
y sigo creyendo que las sonrisas son la clave.
pero nada es eterno....sólo mi empeño.

viernes, 4 de diciembre de 2009

recordando a Emiliana...

Aquí unas letras que escribí hace tiempo, para recordar a mi maestra Emiliana que dejó una huella profunda en mi vida que se refleja en todo lo que hago...

gracias por leerlo..

Eugene, Oregon, Primavera del 2007.

LA EMILIANA DE MIS RECUERDOS.

Un poco atrevida quizá, pero a falta de un conocimiento especializado, pretendo hablar un poco de mi maestra Emiliana, en este año que se cumplen ya 20 de su fallecimiento. Una carta me parece el vehículo más adecuado, tomando en cuenta que sería muy petulante escribir un ensayo –dada mi poca propensión a sumergirme en documentos sin fin-; la carta siempre me ha parecido algo cálido, algo íntimo. Un medio libre en el que puedo hablar de Emiliana, sin buscar la introducción, la hipótesis, la conclusión, en fin, toda la parafernalia académica. Emiliana es mucho más que eso para mí. Es difícil describir a mi Emiliana, pero quiero dar a conocerla, porque –¡quién lo duda!- Emiliana fue muchas cosas para cada uno de los que convivimos con ella en distintas etapas de su vida. Todos los que compartimos con ella, los que fuimos sus alumnos (o amigos) nos quedamos con un pedazo de Emiliana en nuestras almas y mentes; todos guardamos el recuerdo mejor (a veces no tan bueno) y lo sacamos a la luz en cada reunión en su honor, en cada entrevista. Todos creemos tener a la verdadera Emiliana Zubeldía en el recuerdo, ¡como si Emiliana fuera cosa fácil!.
A veinte años de su muerte, Emiliana sigue sorprendiéndome; sigo pensando en la vida fantástica que esa mujer blanca, delgada, de carácter fuerte y mirada penetrante, tuvo en los años anteriores a su llegada a Hermosillo, Sonora, en donde permaneció hasta su muerte en 1987. Emiliana fue, lo supimos siempre, una mujer de vanguardia, una mujer fuera de serie, con un papel relevante en la vida cultural de su país a principios del siglo XX. Esta Emiliana cosmopolita, que se unió al movimiento español nacionalista, esa ferviente y apasionada mujer que defendía su identidad y la libertad del país Vasco; que odiaba a Franco y todo lo que él representaba en España (la opresión, el atavismo, la intolerancia, el atraso cultural, etc.); esa mujer, embajadora cultural de su país en todo el mundo, por medio de su arte como pianista y compositora decidió, en el otoño de su vida, venir a radicar a nuestra ciudad: Hermosillo. Se vino al desierto físico y cultural (aunque todos los historiadores me contradigan), y no porque Hermosillo fuera una ciudad de bárbaros, sino porque comparando su modo de vida, sus antecedentes, resulta enigmático por qué alguien que vivió en París, que dio giras mundiales por Argentina, Uruguay, Cuba y que radicó en Nueva York y México, D.F., decidió trabajar en una Universidad recién formada en el Noroeste de México. Una Universidad creada para fomentar (en primera instancia) la agricultura y ganadería del Estado de Sonora.
¿Por qué Emiliana decidió permanecer en Hermosillo dando clases a alumnos de educación media?; ¿Por qué alguien que alternó con artistas de la talla de Horowitz, García Lorca, Nicanor Zabaleta, el padre Donostia, etc., habría de querer permanecer oculta en esta pequeña y polvorienta ciudad (mi ciudad muy querida, pero eso no le quita el clima, el polvo y la aridez). Algunos de sus alumnos aventuran sus teorías, pero la realidad sigue siendo un misterio. Ahora que en la mitad de mi vida medito sobre esos asuntos (aunque siempre lo he hecho, no puedo negarlo), sigo creyendo que Emiliana era una mujer impregnada de espiritualidad, con apego a las enseñanzas de su hermano Néstor (“el filósofo” como ella decía). Orgullosa de su conocimiento –como ella misma nos aconsejaba “ nunca hay que ocultar los talentos que Dios te da, debes mostrarlos a los demás”, pero por otra parte, humilde en su modo de vida y generosa con todo el que pedía ayuda. ¿Por qué decidió inclinarse hacia el ascetismo?. ¿Volverse un tanto ermitaña?
Emiliana pasó la última de parte de su vida en un cuarto del hotel San Alberto, en el centro de la ciudad. En ese pequeño espacio tenía su morada, su historia y su patria: sus baúles llenos de recuerdos –que alguien después de su muerte, incautó para nunca devolver-, sus estantes con libros, cajas, y sobre todo su piano “sordo” como decía ella –en realidad mudo, jaja-. Al parecer no necesitaba más ni pidió nunca nada extra. Su vida transcurría entre ese espacio, lugar de descanso y aseo (como celda de convento) y su salón de la Academia de Música en los altos del Museo y Biblioteca de la Universidad. Un subir y bajar diario por esas escalinatas curvadas que comunicaban el teatro con su salón. Bajar al baño, al teléfono (que mucho tiempo se ubicó en un pequeño cuartito al lado de la escalera). Salir a comer si alguien la invitaba o ella invitada (esto muy común). Subió y bajó esas escalinatas hasta pasados los 90 años. Voluntad férrea, independiente. Jamás permitía que le ayudaran a subir o bajar escalones; muchas veces tuvo caídas por la tozudez de negarse a aceptar una mano de apoyo. Conocía las escaleras de memoria, decía que si tenías buen ritmo, ya no necesitabas ver, sino simplemente seguir el patrón para subir o bajar escalones. Apoyaba las escaleras con paso firme, lo podías escuchar perfectamente. Era fuerte e intimidaba; no podía saber de donde sacaba esa fuerza en las manos: cuando apoyaba su mano en ti sentías un peso tremendo.
¿Cuál era su atuendo?. Era austera en el tiempo que yo la conocí, pero muchos que la vieron llegar a nuestra ciudad en los años cuarenta, decían que andaba siempre muy elegante, con guantes, zapatos de tacón, sombrero y saco largo (moda europea y cosmopolita en una ciudad árida llena de gente de campo). Su ropa consistía principalmente de faldas y blusas; los colores jamás le dieron miedo, tenía blusas rosa mexicano, verde perico, floreadas, etc. En ocasiones combinaba verde con rosa fiucha (fucsia) y nos decía que no había razón para evitar esos colores, ya que en la naturaleza las flores así lo hacían: tallos verdes, flores rosas, rojo carmesí, guinda, etc. Su boca siempre pintada de rojo, y sus cejas delineadas (era tan blanca que no las tenía) de negro o café oscuro. No recuerdo cuándo empezó a usar peluca, en realidad nunca le di importancia a ese hecho. Creo que cuando la conocías, había otros puntos más relevantes. Fumó en algún tiempo. Acostumbraba poner el cigarro al final de las teclas, en el lado derecho del piano, y solo se iba gastando, hasta que la ceniza se curveaba y por el peso caía al suelo –o al piano-. Otras veces tomaba el cigarro entre sus dedos mientras daba clases y ahí se consumía mientras sus alumnos tocaban alguna pieza. Sus faldas eran testigo de esa costumbre, porque muchas tenían pequeños agujeros redondos con bordes negros, marcas de cigarro indudables. Bolsa?, siempre tenía una bolsa amplia llena de cosas que jamás supe, llaves, cigarrera, bolígrafos, pintalabios; buceaba en ella para sacar un monedero y dar dinero a cualquier loco necesitado que lo pidiera (porque a nuestro salón llegaban siempre toda clase de locos –cuerdos y sanos, si existe esta clasificación, jaja-). Bastaba que alguien entrara al salón y le dijera a la maestra que tenía alguna necesidad –real o ficticia-, para que ella, sin ningún cuestionamiento, sacara unas monedas y se las diera. Alhajas?, pocas y buenas, un reloj, pulsera, un anillo de oro con una piedra inmensa (al menos eso me parecía cuando era chica) , quizá una Amatista o Esmeralda, no recuerdo bien. Cuando quería ejemplificar al piano, se quitaba el anillo y lo colocaba entre las últimas teclas agudas. Le gustaban los collares y los prendedores. A pesar de la economía en sus ropas, era una mujer pulcra y con clase. Erguida y segura de sus movimientos.
¿Su salón?. La Academia era su espacio personal, era su casa; en ella tenía sus efectos personales más queridos: libros, cuadros, discos y partituras. Ella fue adornando ese espacio de su propio peculio. Hizo que en él se sintiera el amor por el conocimiento. Un salón rectangular, con dos pianos de media cola al fondo uno de los cuales era suyo –aquel piano café, el Kimball, tan duro!-, en el que nunca podíamos hacer gala de velocidad, jajaja, sobre todo después de estar tocando el Steinway vertical tan aporreado y blando que estaba en el único cubículo de práctica que teníamos. Atrás de los pianos, pegado a la pared, estaba el pizarrón negro con la pauta pintada. Después tuvimos otro pizarrón de pie, más pequeño colocado cerca de los pianos. Unos pupitres fuertes de madera ocupaban el salón cuando yo entré a la Academia allá por 1966-7, después alternaron con sillas de madera y de fierro plegables. por último nos llegó la modernidad, y pusieron unos horrendos e incómodos pupitres de plástico anaranjados.
De las paredes colgaban numerosos cuadros que la maestra había ido comprando a pintores locales. Ella acostumbraba asistir a las exposiciones y adquirir cuadros de alumnos o pintores en ciernes. Pagaba sin escatimar con el fin de ayudar a los jóvenes. Colgaban de su pared algunos cuadros de René Amao, algunos de Mario Moreno Zazueta, sobre todo aquél que compró de las monedas de Judas, como ella decía, que tanto le gustaba. Estaba colocado en la pared norte del salón. Creo que ahora el maestro lo tiene en su casa para darle una restaurada y después regresarlo a la escuela. También estaban los cuadros de Enrique Rodríguez, David Ozuna y Fernando Robles, entre otros. Este último, protegido de Emiliana durante su época juvenil. Durante algún tiempo Fernando Robles vivió en un pequeño cuartito vecino del cubículo de estudio. La maestra le permitó vivir ahí, en ese pequeño espacio, oscuro y lleno de cachivaches, adornado con un poster de los Beatles.
Con el paso del tiempo, se puso una cortina roja que cubría el viejo pizarrón de la pared del fondo, de este modo la maestra tenía un pequeño espacio de descanso tras la cortina. Ahí estaba un sillón, y tenía el famoso “aparato de sonido”, que era un tocadisco de caja. Cuando teníamos clase de historia de la música, nos preguntaba qué queríamos escuchar, y terminaba poniendo lo que ella quería, luego se daba la media vuelta y desaparecía tras la cortina, seguidamente escuchábamos un chirrido horrendo..porque ella simplemente dejaba caer la aguja en el disco, así de golpe; luego, al terminar la pieza, ella no quitaba el brazo con la aguja, sino que simplemente apagaba el tocadiscos, así que ya se imaginan los sonidos que se producían al disminuir las revoluciones del disco.
Tenía un pequeño organito eléctrico con el que daba las entradas para los ensayos del coro. El Ukelele, le decía ella, seguramente por el tipo de sonido que hacía.
Posteriormente el Kimball cambió de lugar y otro piano de media cola ocupó su espacio. Era el piano de las clases: el Baldwin. Detrás de él tenía la maestra un librero con una colección de la editorial Aguilar sobre filósofos de todos los tiempos. También estaban ahí los Diccionarios de la Música, los de pintura, los de Historia del Arte. Cuando uno quería consultarlos, que tenía que ser obviamente ahí en su presencia, se encontraba conque algunas hojas tenían sus huellas: grandes letras con marcador rojo o negro –marca Flair-. Usaba ya por ese tiempo, un lupa como de 7cm de diámetro, y se inclinaba totalmente sobre ella para poder leer sus libros.
Detrás de la cortina tenía un pequeño refrigerador. Para ese tiempo ya no le era tan fácil desplazarse (subir y bajar esas escalares tan infames!), así que prefería quedarse ahí todo el día. Algunas veces le llevaban de comer algunas madres de alumnos, o amigos. Cuando alguien habló alguna vez de cambiarla de salón –al menos al primer piso-, se quiso morir, dijo que “lo que sucedía es que la querían correr, pero ella no se iba a mover de ahí”. Y ahí se quedó realmente.
Tuvimos muchas experiencias en tantísimos viajes, como lo tuvieron los miembros de generaciones anteriores. Quizá en su última etapa se volvió más permisiva y menos dura con sus políticas de viaje (aquello de que los chicos atrás y las chicas delante). Pero cuando salíamos ella siempre comía con nosotros o lo que comíamos nosotros. No aceptaba ninguna deferencia especial. A veces teníamos que mentir para que ella fuera tratada un poco mejor. Tenía un sentido particular de lo que era justo. Recuerdo que en una ocasión, alguien de nosotros le comentó lo asombroso y extraordinario de que el Papa estaba visitando a sus feligreses en distintas partes del mundo y ella dijo “bueno, simplemente está haciendo su trabajo”. Ese era su pensamiento: todos debemos hacer nuestro trabajo, y eso no debiera ser nada extraordinario ni causar reconocimientos especiales.
Seguramente fui demasiado inmadura para apreciar en su calidad, el valor intrínseco de Emiliana. Para reconocer todo el bagaje cultural que ella tenía, las experiencias extraordinarias que ella había vivido. Pero sé que su huella está en muchos de nosotros; creo que muchas formas de ver la vida y de desarrollar nuestro trabajo tienen que ver con esa figura quijotesca que fue Emiliana; con su rechazo por todo lo que fuera lujo y su trabajo constante sin tanto cacareo de su parte. No negaba su ayuda a nadie que se lo pidiera de corazón. Sí, podía gritar terriblemente a quien se apareciera por ahí, sobre todo a los niños de la secundaria que subían y bajaban las escaleras sin parar, pero si en alguna ocasión llegaba alguien a pedirle dinero, no importa el pretexto ni la verdad del asunto, ella se volteaba, buscaba en su monedero y daba generosamente sin preguntar absolutamente nada.
Creo -y hay documentos que lo atestiguan- que Emiliana tuvo una vida intensa e interesante antes de su llegada a nuestra ciudad. Su trabajo como compositora, pianista y difusora de la música española, en particular de la música Vasca es suficiente para que tenga un papel en la música del siglo XX. Sin embargo, mi recuerdo de ella está mezclado con lo visual y lo sentimental. Con su figura maravillosa que subía las escaleras, se sentaba encorvada en el piano a tocar alguna pieza propia o en ocasiones la danza ritual del fuego, de Falla. Es esa Emiliana que dirigía con el alma todos los ensayos del coro. La Emiliana que podía decirnos que éramos brillantes y a los pocos segundos que éramos una mierda, así podía ser ella. La Emiliana que acumulaba libros y se gastaba todo su dinero en ayudar a los demás. La que ponía de su dinero en muchas ocasiones para poder concretar viajes. Emiliana, Emiliana, quien postrada en un asilo me pedía que avisara a todos los chicos que el ensayo del coro se suspendía porque no se sentía muy bien. Emiliana que nos invitaba pizzas a todo el coro, y quería que compartiéramos su gusto por la cebolla y el ajo. Emiliana, la Emiliana que yo llevo dentro, y que fue para muchos de nosotros, el ejemplo de integridad, de quehacer comprometido en las simples tareas de la vida diaria. Mi único pesar es que aún su música no se difunda tanto como quisiera, que todavía haya obras suyas guardadas en alguna caja, esperando que algún musicólogo las revise y ordene; que todavía no exista un catálogo razonado de su obra. Espero que, ahora que se fundan asociaciones con su nombre, pueda salir toda su obra completa a la luz pública. Tenemos, pianistas, cantantes y orquesta, nos falta escuchar sus obras!
Ana Isabel Campillo Corrales

miércoles, 2 de diciembre de 2009

En el corazón de una escuela de artes...


No es por nada, pero trabajo en la mejor escuela de la Universidad de Sonora; en la de Artes. Ahí donde no hay día que no tenga sorpresas; donde reímos y lloramos en un santiamén. Una escuela que no le tiene miedo al ridículo, ni al éxito, que no sabe de domingos y días festivos.
En la escuela de Artes los alumnos se ponen una sonrisa cada día para borrarse las tristezas y se cubren la pobreza con un rayo de sol.
En mi escuela de Artes no hay misericordia para el mal humor; y sí, a veces nos anega la pena, y no podemos más que seguir riendo para ahuyentarla.
En esta escuela no hay lugares de aburrimiento; hay listos, flojos.......alegres y desdichados...hay insomnes y bribones.....hay todo lo que puede haber en un arca de noé real.....
En el Departamento de Bellas Artes los problemas no tienen solución sino ilusión; se resuelven porque si no se mueren de olvido...
En el Departamento de Bellas Artes hay todo por hacer......y nada termina con el día.....

martes, 1 de diciembre de 2009

el amor en los tiempos de la influenza!


el amor se pasea en mi escuela como pedro por su casa; ese loco amor atraviesa los corazones sin ninguna averiguación; de pronto las miradas se encuentran y hay cosas qué decirse, hay cosas que no se agotan.....los jóvenes se entusiasman, las chicas dudan; cupido sigue ahí, clavando flechas como un juego; los chicos no saben qué hacer; de pronto hay tanto para ofrecer!, de pronto somos generosos, amables y pacientes.

El amor en esta escuela es cosa de todos los días, como lavarse los dientes y tomar una taza de café por la mañana. El amor mueve a esta mi escuela, así como la risa y los gritos...todo....todo se agita y todo se transforma.....

buen día a mis dos lectores, jajajaa